Nunca me ha gustado hablar de esta etapa de mi vida. No es que la deteste, es una etapa más, pero no me hace sentir cómodo.

Jamás las he escrito, y salvo en contadas ocasiones, nunca las he explicado. Debido a nuestra amistad, JuanMa ha vivido algunas de ellas en casa de mis padres, ya que para nosotros, que JuanMa viniese a vernos y pasara noches allí, era lo más normal del mundo. Para mi madre y mi padre, era sencillamente, un hijo más y como tal, lo trataron siempre.

Esta historia que os voy a explicar, me sucedió siendo yo adolescente. Cuando volvíamos del instituto, JuanMa y yo siempre nos sentábamos en algún banco de la Gran Vía de Barcelona para charlar y dejar pasar el rato. En invierno, no teníamos tanto tiempo ya que se hacía oscuro muy pronto, con lo que abreviábamos nuestras charlas.

Aquella noche de invierno, volví a casa, como cualquier otro día. Al entrar en casa, lo hacías en un recibidor. A la izquierda, había un pequeño pasillo que llevaba al comedor. A la derecha un pasillo largo y no muy iluminado que distribuía las diferentes habitaciones. Si andabas hacia la derecha, la primera habitación que había era la mía. Estaba justo al lado del recibidor. Pared con pared.

Como cada día, dejé mis cosas en la habitación y volví sobre mis pasos hasta el recibidor para dirigirme al comedor y saludar a mis padres. En la pared que quedaba en frente de mi, en el mismo recibidor, había un gran espejo antiguo. Y yo siempre aprovechaba, para mirarme y peinarme con las manos. Era adolescente, y por defecto, presumido.

Aquella noche, sucedió algo que aún hoy me atemoriza cuando lo recuerdo.

Me estaba mirando en el espejo, acicalándome un poco, cuando de la nada surgió aquella cara, justo al lado de la mía. Sencillamente apareció. Era una cara totalmente blanca. No tenía ojos, en su lugar, había dos agujeros negros. No aprecié tampoco una nariz, pero sí su boca. Era una boca grande, también oscura, casi negra diría yo. Sentí un frío repentino y un latigazo de electricidad recorrió mi espalda.

De repente esa cara, empezó a estirarse. Era… era como si fuese de goma y alguien o algo la estirara por el pelo y por la barbilla. Podía ver como se deformaba, como se alargaba, adquiriendo una forma totalmente inhumana.

Corrí hasta el comedor. Me costaba respirar y estaba mareado.

Mi madre, estaba sentada cosiendo. Cuando me vio, me preguntó si estaba bien. Vino a decirme algo tipo «estas muy pálido, hijo». Yo me senté en una silla y la miré con lágrimas en los ojos. Le expliqué lo que acababa de ver y el pánico que sentí en aquel momento.

La cara de mi madre se transformó en una mueca. Se quedó blanca como una pared de cal. Dejó lo que estaba haciendo y con voz temblorosa me dijo… «Esta mañana cuando estaba limpiando el lavabo, le he pasado limpiacristales al espejo. Mientras lo limpiaba, la misma cara ha aparecido a mi lado». Los dos nos quedamos quietos y pensando en lo que acabábamos de explicarnos el uno al otro. Decidimos no hablar más del tema, pero ella decidió otra cosa. Después de años de aguantar cosas extrañas en casa, aquello era la gota que colmaba el vaso.

Desde aquel día, hace ya como 30 años, siempre que he podido evitar el mirarme en un espejo, lo he evitado.

Mi madre, creyente en muchas de estas cosas, me dijo una vez…

«Dani, un espejo es una puerta que siempre está abierta. No sé decirte qué hay en el otro lado, pero una cosa está clara, contra más espejos tengas, más puertas abiertas tienes en casa».